Pero, ¡serán bestias!  ¿No podrían tener más cuidado con los carbureros y no dejar pringadas las paredes?... Ahí estaba yo, aprendiz de aún no sabía qué, criticando a los presuntos culpables, mientras miraba la pared con sus manchas negras. Mirando sin ver, en un primer instante. Titubeante,  luego, cuando las manchas fueron tomando forma ante mis ojos, con su contorno inconfundible, que yo había visto ya en otras galerías, las de las paredes en que dedos antiguos habían construido ese abigarramiento de gusanos que, contorneándose de todas las formas posibles, se deslizaban, siempre iguales, y cada vez distintos, en una danza interminable a lo largo de paredes aún húmedas.

Siempre fuimos buenos a la hora de nombrar en esos bautizos laicos que daban nombre propio a cada una de las salas, atendiendo, claro está, a la realidad material y al contexto. Aquéllos eran tiempos en los que el habla estaba llena de "contextos históricos", "condiciones objetivas", cuando no de "revoluciones pendientes", y cada uno hacía lo que podía para contribuir a la Gran Batalla; aún recuerdo a alguien, de un grupo mucho más al norte, en donde no había tanta cueva pero sí mucho más monte, que hablaba de la "dialéctica de la naturaleza",  plenamente convencido de haber encontrado la piedra filosofal. Le he perdido la pista, pero la última vez que le ví andaba forrado de dinero y embutido en un traje de corte impecable, aunque seguía conservando los mismos ojos de la gran expedición del 68, cuando en Ojo Guareña nos encontramos todos, los de aquí, y los de mucho más lejos, en una especie de España federal unida por un lazo que era más fuerte que las palabras. Lazo de antes del lenguaje.

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Los nombres, como decía, se ponían en función de la realidad, y del contexto,  Macarronni, para la galería de los gusanos,  Huellas, para la de las idem, que también caminamos por vez primera poco después, con emoción casi tan intensa. Cacique, en honor de él, el único; al menos eso era lo que sostenía Fernando Les, que era ducho en esto de los desenmascaramientos, puedo asegurarlo. Los nombres se hacían realidad luego, cuando Pedro (Plana,  ¿quién otro podría ser?) los anotaba, con mano cuidadosa, en los planos que iba levantando, como otros levantaron catedrales, o iglesias románicas, más adecuadas, tal vez, a ese Pedro silencioso,  de sonrisa  cálida, suavemente irónica, que no llegaba a ser vertical, aunque ¡qui sap!. Unos planos que son como el imperceptible hilo rojo de la historia de Ojo Guareña. Durante años colaboramos con el equipo de topografía, sobre todo mi hermano José Miguel, siempre minucioso y concienzudo en su trabajo; yo, en cambio, tendí  siempre a ser mucho más volátil. Tal vez por eso  en el verano del 68 me metieron en el  equipo de fotografía. El que iba a comenzar por la Sala Cartón.

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Los demás, Pedro, José Miguel, Gabri,  el loco del rapel libre sima abajo, Luiso, Miguel Angel, el Liturgio  de entonces, Elías y Fernando,  todos ellos estaban en los equipos que iban a topografiar nuevas salas, adentro, en el tercer nivel. No hubo modo de que me dejaran ir con ellos, ¡toda una semana dentro de la cueva!. Lo consideré machista y autoritario, pero dio lo mismo: me quedé en tierra. Lentas y casi inmóviles, las sesiones de preparación de las fotos me aburrían con sus tiempos vacíos. Fue eso lo que me llevó al fondo de la sala, a darme una vuelta mientras Joli lo ponía todo en orden y el resto del equipo le ayudaba. Paul Lafargue, hace de eso ya mucho más de un siglo, elogió la pereza, casi la convirtió en virtud. Frívola y casual seguidora lafarguiana me adentré, como hacen los valientes en los cuentos de ogros, hacia el fondo de la sala.  Subí la pequeña pared, inclinada, cascada petrificada hace siglos, hasta llegar arriba, a la media bóveda, recoleta y silenciosa, con sus manchas oscuras en lo alto.

Me acerqué, desconfiando aún, mirando hacia los trazos, casi familiares. Estaban tan perfectamente colocados, eran tan exactos, que temí que alguien hubiera tratado de hacer la típica broma. Y, durante un instante, más me era difícil, adopté una actitud desconfiada: algún  gracioso ha pintado los triángulos, alguien ha trazado con cuidado el contorno de esos símbolos fálicos, como los llamaba siempre Joli, con su impenitente cigarrillo entre los dedos, y esa sonrisa suya,  con tanta frecuencia irónica, nunca distante.  Me senté en el suelo, cuidando que el carburero diera una llama más alta porque en ese nicho, tan propicio para engendrar la vida, protegido y protector, casi sagrado, había algo intenso que pedía ser mirado.  Y ser visto. Es posible que tan sólo se tratara del silencio, tal vez, simplemente, era la presencia poderosa de la memoria concentrada en la pared, sumergida en la pared, enterrada en ella, aún viva. La  presencia  que estalló, como lo hace la tormenta en verano, frente a mis ojos, en el centro mismo de la sala, surgiendo desde debajo del suelo.

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Sólo su curvado lomo no se había sumergido en el interior de los siglos acumulados en la caliza transparente que cubría parte de su cuerpo. Una hilera de negros triángulos invertidos, quizás ecos de dioses boca abajo,  desfilaban, en desorden,  por encima. Y,  un  poco  más a la derecha, como un potro  recién amanecido que busca el agua  fresca del arroyo,  con su cabeza,  pequeña y poderosa, allí estaba,  dando impulso a un salto, tal vez a una embestida,  como si en la piedra , ya sin ataduras, hubiera recobrado la vida.  Fue lo mismo que un trallazo en el centro mismo de la espalda. Lo ví, sabiendo, desde el primer instante, qué era lo que veía. Aún lo veo. Aún puedo sentir el aire, aún el grito.

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El instante que transcurre entre el descubrir asombrado y la palabra que lo nombra,  (¡Pinturas, pinturas!), sigue siendo un tiempo detenido, un privilegio de la memoria. Incompartible, a pesar de todas las palabras. Igual que lo fue luego, cuando, como estoy haciendo ahora, traté de transmitirlo a los otros. Pero eso ya es historia, otra historia: la de la llegada del grupo que estaba fotografiando la sala, la emoción de Joli, esa es la que mejor recuerdo, el descenso a la carrera hasta el campamento, cerca del río, gritando la palabra mágica como si animales y símbolos se hubieran desatado, cobrando vida, y se vinieran corriendo, conmigo, valle abajo. Es la historia de las entrevistas, con la inevitable referencia al hecho de que fuera una mujer la que había descubierto las pinturas, como si eso fuera algo que añadiera o menguara las cosas. Luego fueron las fotos, que nunca conservé, si es que alguna vez las tuve, porque no hay fotos que cuenten la eternidad emocionada de un instante único. Como aquél, en agosto del 68. Cuando poco antes otros, más allá,  elevaban la imaginación al poder. Luego vinieron otros polvos, y otros lodos.  Y otros tiempos. ¿O no? ¡Quién sabe!

En alguna parte de este inmenso mundo.
Carmen López Alonso.
 Mayo de 2001